Bienvenido, Invitado
Nombre de Usuario: Contraseña: Recordarme
BATO-LITERATURA

TEMA: Las Nieblas del Verano

Re:Las Nieblas del Verano 12 años 5 meses antes #1390

  • myanes
  • Avatar de myanes
  • DESCONECTADO
  • Administrator
  • Mensajes: 548
  • Gracias recibidas 15
  • Karma: 19
Gracias compañeros y, por mi parte, es un placer compartir con todos vosotros todo aquello que sale de mi humilde imaginación. Creo que contesto a la amiga Mercedes al hacer mención que es todo pura imaginación y, con respecto al amigo Pepe, esta historia la escribí hace un par de años más o menos y fue publicada en la revista de verano de Cazalla de la Sierra; y alguna más si que tengo.

Un abrazo;

Manolo YS
El administrador ha desactivado la escritura pública.

Re:Las Nieblas del Verano 12 años 5 meses antes #1383

  • Mª Mercedes
  • Avatar de Mª Mercedes
Que bonita historia Manolo, ¿es real? o ha salido de tu vena literaria.
Saludos
El administrador ha desactivado la escritura pública.

Re:Las Nieblas del Verano 12 años 5 meses antes #1380

  • Luis
  • Avatar de Luis
Uff¡¡¡Vaya nivel que está cogiendo la vertiente literaria del foro- Yo no se escribir, pero me encanta leer. A ver si la gente se sigue animando.

Saludos.
El administrador ha desactivado la escritura pública.

Re:Las Nieblas del Verano 12 años 5 meses antes #1379

  • Pepe Cuenca
  • Avatar de Pepe Cuenca
  • DESCONECTADO
  • Gold Boarder
  • Mensajes: 175
  • Gracias recibidas 1
  • Karma: 9
Estupendo relato Manolo. Me parece genial.

Gracias por compartirlo. ¿Es reciente? ¿Tienes Más?

Salud.
El administrador ha desactivado la escritura pública.

Las Nieblas del Verano 12 años 5 meses antes #1376

  • myanes
  • Avatar de myanes
  • DESCONECTADO
  • Administrator
  • Mensajes: 548
  • Gracias recibidas 15
  • Karma: 19
Hola compañer@s;
ahí os presento otra de mis humildes creaciones.

Las nieblas del verano

Siempre recordaré aquel verano de 1970 como algo especial en mi vida; aunque en principio se presentara como un verano más en la vida de un niño que aquél mismo día 28 de Junio, al cumplir nada más y nada menos que los 10 años, ya escuchara aquello de:
- Te estás haciendo un hombrecito – fueron las palabras pronunciadas melódicamente por mi tía Mercedes.

Y es que eso de pasar a las 2 cifras, en lo que a años se refiere, parece que fuera como el verdadero punto de partida en la vida de todo ser humano.

Por cierto, además de la famosa frasecita casi cantada por mi tía Mercedes, que cuando trataba de parecer extremadamente agradable imprimía a sus palabras ese tono musical, algunas felicitaciones, unos calcetines de hilo y una moneda de 5 duros fue todo cuanto obtuve por haber dado paso tan trascendente.

Los comienzos del mes de Julio de aquel año fueron muy calurosos, tanto que, según los mayores, era el mes de Julio más caluroso que se recordaba; así que no sé si esto estaba contrastado o, por el contrario, cada vez que llegaba un mes de Julio se hacía la misma afirmación. Lo cierto es que esto invitaba a hacer, junto con algunos amigos, alguna que otra escapada a una alberca conocida que no distaba demasiado del pueblo y que a duras penas nos podía albergar a todos debido a las escasas dimensiones de la misma, o al pequeño riachuelo bordeado por gran cantidad de adelfas en el que tras sortear todo un mosaico de piedras nos zambullíamos nada más llegar.

En ese verano también conocí a Rafael, un hombre corpulento, con el pelo blanco y que todos los días presentaba, y esa era mi verdadera curiosidad, una espesa barba de 2 ó 3 días. Rafael, me enteré al cabo de unas semanas, era el abuelo de uno de los amigos con los que habitualmente me relacionaba.

Por la tarde, cuando ya desaparecía la sensación de calor, era el momento en que Rafael se sentaba en su banco bajo un enorme fresno y colocaba su bastón entre las rodillas para apoyar la barbilla sobre él y mirar fijamente todo cuanto sucedía a su alrededor, o simplemente dirigir su mirada hacia ninguna parte y dedicar sus pensamientos y sus recuerdos a otros lugares u otros momentos de su vida. Así lo encontraba aquellas tardes en que si pasaba por allí me decidía a acompañarle por un rato y escuchar alguna de cuantas historias y anécdotas guardaba para todo el que estuviese dispuesto a escucharlas.

Me contaba cosas de cuando era un niño y presumía de haber conocido el comienzo de este siglo:
- Chavea, yo fui al bautizo del siglo XX - comentaba esbozando siempre una enorme sonrisa.

En cierta ocasión me contó, aunque ya lo había hecho antes, detalles del último terremoto que había conocido y que había tenido fatales consecuencias; de cómo se vinieron abajo los tejados de varias casas y de cómo tuvieron que ayudar, tanto a rescatar a quienes habían quedado sepultados por el derribo de los tejados, como a dar cobijo a quienes habían quedado sin techo. Esta historia siempre me la contaba con los ojos anegados por las lágrimas.

También, algunas tardes las pasaba junto a unos niños que conocí en una de esas excusiones que hacíamos al río para refrescarnos un poco. Vivían en el chalet grande situado nada más salir del pueblo; ese chalet que al parecer pasaba desapercibido a todos y que guardaba cierto aire de misterio y a cuyas inmediaciones llegué una tarde por pura casualidad.

Era una tarde calurosa y como en tantas otras me dirigía a pasar la tarde a una alberca que se encontraba en una parcela del tío de Joaquín; los demás habían salido antes y yo decidí encontrarme con ellos en cuanto terminase de almorzar. Nada más desaparecer de mi vista las últimas casas del pueblo escuché unos murmullos y cierto movimiento algo más allá de las zarzas que cubrían el regajo de San Antonio; en principio pensé que se trataría de mis amigos que habían decidido quedarse algo más cerca del pueblo en lugar de llegar hasta la alberca y, con esta creencia, se me pasó por la imaginación incluso gastarles alguna broma por haber cambiado de planes sin avisarme. Pero, conforme me iba acercando al lugar de donde procedía ese pequeño alboroto, me fui dando cuenta de que tanto las voces como las risas me eran completamente desconocidas y en nada se parecían, así como las exclamaciones, a todo cuanto pudiese comentar cualquiera de los que formaban parte de mi pandilla:

- Vayamos hacia casa que seguro que nos regañan si nos ven alejarnos.

Le decía uno de los niños al otro con tono casi suplicante; circunstancia que jamás se produciría entre mi grupo, más dado a imponer que a suplicar y por supuesto dicho con un acento más de la tierra.

Una vez pronunciadas esas palabras, el mayor de ellos, cuyo rostro parecía más curtido por al sol y que aventajaba al otro tanto en estatura como en edad, se apercibió de mi presencia e hizo un ademán al más pequeño para que se detuviese cuando éste último ya había iniciado el camino hacia donde debía encontrarse su casa. Me miró y me preguntó de golpe:
- ¿Cómo te llamas?
- Manuel – le contesté a bote pronto.
- Yo me llamo Julián y mi hermano Enrique.
- No os he visto nunca por aquí; ¿hace mucho tiempo que vivís en el pueblo?
- No vivimos en el pueblo, vivimos en esa casa que está un poco más allá de la alameda y solo venimos durante la época de verano. Durante el resto del año vivimos en Zaragoza y en los veranos nos venimos a este lugar desde hace unos años. Mi padre es topógrafo y compró esta casa para pasar las vacaciones, pues mi madre tuvo una amiga que era de aquí y siempre le hablaba mucho de su pueblo; tanto que decidieron venir unos días para conocerlo y desde entonces decidieron venirse durante las vacaciones.

Todo esto me lo soltó como un monólogo aprendido y casi sin tragar saliva, como si de un guión se tratase al que recurría siempre que le hacían la misma pregunta que le hice yo. En realidad me dejó descolocado, sin saber como reanudar la conversación, a lo que solo pude volver a preguntar:
- ¿No habréis visto pasar por aquí un grupo de niños?
- Pues no; eres la única persona a la que hemos visto desde que estamos aquí y ya llevamos un buen rato, ya nos marchábamos a casa, pues mi hermano tiene que tomarse su medicación cada 6 horas y no puede dejar que pase mucho tiempo.

En realidad era algo que intuía desde que los vi, ya que el llamado Enrique tenía el pobre muy mala cara; el rostro amarillento, unas acentuadas ojeras y una respiración entrecortada delataban que el pobre chico no andaba muy bien de salud. Así que, dicho lo dicho, se dieron media vuelta y emprendieron camino hacia donde se suponía se hallaba su casa.
- ¿Estaréis mañana por aquí? – les pregunté mientras se alejaban.
El mayor de ellos, el llamado Julián, se limitó a girar la cabeza y solo me devolvió un extraño gesto que no fui capaz de interpretar.

Una vez hubieron desaparecido de mi vista, proseguí mi camino hasta reunirme con el grupo que, por cierto, ya llevaba un buen rato de chapuzones y de risotadas; lo cual no fue impedimento para que en cuanto me incorporé, siguiesen con las fuerzas intactas para propinarme un par de ahogadillas en cuanto me zambullí en la alberca.

A ese ritmo seguimos hasta que la tarde empezó a dar señales de que poco a poco iba a ir dando paso al anochecer; lo cual era la señal para que nos secásemos más poco que mucho y emprendiésemos el camino de vuelta hacia el pueblo, consiguiendo que el polvo del carril se fuese pegando sobre nuestros cuerpos aún húmedos y llegásemos envueltos en una piel de tono ocre que nos daba cierto aire de aborígenes como los que aparecían en los libros del colegio.

Tardes como esta se fueron repitiendo a lo largo de todo ese verano; unas tardes las pasaba por completo con estas nuevas amistades y dejaba a los demás, en algunos casos, esperando y disfrutando solos de una tarde de baño.

No es que hiciese grandes cosas con estos chavales; solamente nos limitábamos a pasear un poco por la zona y, en mi caso, más que nada a escuchar todas las parrafadas que me soltaba el tal Julián, bien acerca de sus experiencias tanto aquí en la sierra como en su lugar natal, Zaragoza. Al pobrecito de su hermano no le escuchaba ni decir esta boca es mía; pues creo que no disponía de aliento ni para hilvanar tres o cuatro palabras seguidas.

En otras ocasiones, cuando se retiraban a su casa antes de lo previsto, me dirigía hacia el lugar donde había concertado pasar la tarde mi grupo y me reunía con ellos, no sin escuchar muy a menudo alguna frase de descontento por parte de alguno de sus componentes:
- Quillo Lolo, es que eres un convenío; ayer nos quedamos esperándote y te quedaste toa la tarde con los nenes esos.
- Que va, es que me enreé y cuando me di cuenta ya no era hora de venir hasta aquí. – acertaba a contestar las más de las veces sin saber si realmente se quedaban convencidos con mi argumento.

Lo cierto es que las tardes junto a Julián y Enrique se pasaban casi sin darme cuenta ni percatarme de que las horas pasaban más rápido de lo normal y casi siempre haciendo más o menos las mismas cosas, sin llegar a alejarnos demasiado de la zona comprendida entre el regajo y la alameda; sin pasar esta última que, al parecer, era donde se encontraba la casa donde ellos vivían junto a sus padres a los que en ninguna ocasión había llegado a ver; cierto era que tampoco yo había tomado la decisión de invitarles a pasar por el pueblo y era como, sin haberlo acordado previamente, hubiésemos establecido un límite que ninguno estábamos dispuesto a rebasar.

Así, de esta manera, los días del verano iban pasando, viviendo de forma intensa las tardes; ya que por las mañanas nunca fui muy amigo de levantarme de la cama antes de que el sol comenzase a calentar.

Ya, llegada la mitad del mes de Agosto, comencé a notar la ausencia, día tras día, de los dos hermanos en el lugar donde habitualmente solía encontrarlos y no por ello, y como siguiendo respetando ese pacto no firmado, me decidí a pasar más allá de la alameda, sino que, simplemente, me dije para mis adentros:
Seguro que es en esta época cuando se vuelven para su casa de Zaragoza.

Además, incluso en mi interior, hice hincapié en pronunciar el nombre de la ciudad con todas sus “cetas”, tal y como me corrigió en una ocasión Julián en que yo le pregunté:
- Julián; ¿es mu grande Saragosa?

Al transcurrir una semana desde que dejé de verlos, a ninguna de las horas en que yo pasaba por ese lugar, llegué a convencerme de que habría sucedido lo que yo había pensado: “Se habían marchado y no se les ocurrió decirme nada y ni tan siquiera despedirse”.

De todas formas, pensé, al igual que llegaron se marcharon y no por ello iban a cambiar mis circunstancias: “Había cumplido 11 años ese verano y comenzaba a andar el camino para llegar a ser todo un hombre”.

Tampoco había dejado atrás mi simpatía por Rafael, ni abandonado el placer, una vez desaparecida la calor, de sentarme junto a él y, a la vez que le hacía compañía, seguir escuchando todo cuanto estuviese dispuesto a relatar.

Él me iba narrando, al pie de la letra, todo lo que había hecho durante el día desde que se había levantado casi antes de que lo hiciese el sol; y yo, pues con algunas horas de retraso, también le comentaba más o menos lo que había estado haciendo durante el día.

Recuerdo que en esto estaba cuando noté un cambio en su semblante en el momento en que le mencioné la casa que está situada pasada la alameda, más allá del regajo de San Antonio; me miró como no lo había hecho antes y me preguntó:
- ¿Has estado allí Manolo?
- No – le contesté.
- Pobre gente – dijo con rostro apesadumbrado – nadie sabe como sucedió ni si se pudo hacer algo por ellos; pero lo cierto es que la noche en que la casa se incendió, creo que fue más o menos a finales de los años 50, esa pobre familia encontró sepultura bajo los maderos en llamas del tejado; solo se pudieron rescatar, varios días más tarde, los cuerpos completamente quemados del matrimonio, sus dos hijos y un pariente que pasaba unos días con ellos.

Ante estas palabras de Rafael, enmudecí por completo, solo fui capaz de soltar unas lágrimas que resbalaron por mi rostro y notar un extraño temblor en mis labios; Rafael hablaba de la casa, hablaba de ellos.

Manuel Yanes Sánchez
Última Edición: 12 años 5 meses antes por Manolo Rodriguez.
El administrador ha desactivado la escritura pública.
Tiempo de carga de la página: 0.100 segundos